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Meditación del Evangelio
Evangelio según San Lucas 17, 5-10
«Dijeron los apóstoles al Señor: ‘Auméntanos la fe.’
El Señor dijo: ‘Si tuvierais una fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: “Arráncate y plántate en el mar”, y os habría obedecido.
“¿Quién de vosotros que tiene un siervo arando o pastoreando y, cuando regresa del campo, le dice: ‘Pasa al momento y ponte a la mesa’?
¿No le dirá más bien: ‘Prepárame algo para cenar, y cíñete para servirme y luego que yo haya comido y bebido comerás y beberás tú’?
¿Acaso tiene que dar las gracias al siervo porque hizo lo que le mandaron?
De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os mandó, decid: ‘No somos más que unos pobres siervos; sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer.’ »
Meditación del evangelio
✠ “Auméntanos la fe”
Los apóstoles no piden comprensión de los misterios, ni fuerzas para vencer al mundo, sino algo más esencial: fe. Y pedir fe es como abrir las manos vacías ante Dios. En este grito hay humildad, confianza y un anhelo profundo. También tú puedes repetir hoy esta oración sencilla, verdadera: “Señor, aumenta mi fe.” No para impresionar a nadie, ni para ganar favores celestiales, sino porque sin ella, la vida se convierte en un laberinto. La fe es la mirada que ve más allá, la raíz de toda esperanza.
✠ “Si tuvierais fe como un grano de mostaza…”
Jesús elige el símbolo más pequeño de su mundo agrícola: un grano de mostaza, apenas visible en la palma de la mano. Pero ese grano, cuidado con constancia, se convierte en un arbusto frondoso donde anidan los pájaros (cf. Mt 13,31-32). Así es la fe: pequeña al principio, casi frágil, pero con el tiempo puede convertirse en un refugio para otros. No importa cuán débil te sientas hoy: si cuidas tu fe con oración, obras buenas y perseverancia, un día otros encontrarán sombra en lo que tú has cultivado con amor.
✠ “¿Quién de vosotros que tiene un siervo…”
Jesús no idealiza la relación amo-siervo para condenar o justificar nada. Más bien, toca una realidad de su tiempo para abrirnos a una verdad más profunda. El siervo del Evangelio no sirve por miedo ni obligación, sino con la normalidad del que reconoce que todo lo ha recibido gratuitamente. Amar sirviendo, servir amando. Esa es la clave. Porque el amor verdadero no exige premios ni da facturas. Tú, en tu vida cotidiana, puedes vivir esta lógica del amor: hacer el bien sin esperar nada a cambio. Como un don, como un acto de agradecimiento.
✠ “Prepárame la cena, cíñete y sírveme…”
Este texto no es un mandato tiránico, sino una evocación del gesto de Jesús cuando se ciñó la toalla para lavar los pies de sus discípulos. En el Evangelio, el que sirve es el que más se parece a Dios. Por eso, este pasaje no habla de sumisión, sino de dignidad: tú eres más tú cuando amas con obras concretas. En tu trabajo, en casa, con tus seres queridos... cada gesto de servicio es una eucaristía silenciosa. Una forma de decir: “Gracias por todo lo que he recibido. Ahora, lo entrego.”
✠ “¿Acaso da gracias al siervo porque hizo lo que se le mandó?”
Jesús desmonta aquí una gran tentación espiritual: actuar esperando recompensas, como si la vida fuera un sistema de puntos canjeables por bendiciones. Pero eso no es amor, sino interés. Amar por miedo al infierno o por deseo del cielo es un comienzo, pero no puede ser el centro. Hacemos el bien no porque nos conviene, sino porque es bueno… y porque nosotros también lo somos. El amor verdadero no calcula. Tú no necesitas acumular méritos para ser valioso. Ya lo eres. Y desde esa certeza, puedes vivir con una generosidad libre.
✠ “Somos siervos inútiles…”
Esta expresión no quiere aplastar tu autoestima, ni negar tu valor. Al contrario. Nos recuerda que todo lo grande, lo hermoso, lo bueno que hay en nosotros... nos ha sido dado. Reconocer eso no es humildad servil, sino lucidez espiritual. Somos siervos “inútiles” porque no somos indispensables, pero sí profundamente amados. Cuando entiendes esto, todo cambia: vives desde el agradecimiento, con responsabilidad, pero sin ansiedad de perfección. Haces el bien porque te nace, no para que te aplaudan. Y esa es la forma más bella de libertad.
✠ “Hemos hecho lo que debíamos hacer”
Esta frase no suena resignada, sino serena. Es la paz de quien ha vivido el día con fidelidad, sin adornos ni máscaras. En un mundo que idolatra el rendimiento y los logros, Jesús nos recuerda que ser fieles a lo cotidiano, a lo sencillo, es ya una forma de santidad. Hoy, tú puedes preguntarte: ¿qué me toca hacer, aquí y ahora, con amor? Y hazlo. No más. No menos. Ahí, en lo escondido, el Reino de Dios crece como ese grano de mostaza: invisible al principio, pero imparable.
Propósito para hoy:
Haz hoy un acto concreto de servicio —a alguien de tu entorno, o a un desconocido— sin decírselo a nadie. Que sea tu forma silenciosa de agradecer todo lo que has recibido.
Santoral del día:
Hoy celebramos a:
Santa María Faustina Kowalska, mística polaca, Apóstol de la Divina Misericordia, testigo de la ternura de Dios para los más pobres de alma.
San Froilán de León, obispo y eremita español, patrón de la diócesis de León.
San Plácido, mártir discípulo de San Benito.
También recordamos a Santa Flora de Beaulieu, San Atilano de Zamora, y otros santos que nos precedieron en la fe.
Jaculatoria para repetir durante el día:
“Señor, que mi fe, aunque pequeña, crezca y dé sombra.”
Contemplando el Evangelio
Tú allí, presente, como uno más
Estás allí.
Caminando con Jesús.
No eres alguien importante del grupo, ni uno de los Doce. No destacas. Pero llevas días siguiendo al Maestro, observando, escuchando… intentando comprender el corazón de sus palabras. En el fondo, no quieres solo entender, quieres creer. Confiar como Él confía. Amar como Él ama. Servir como Él sirve.
Pero te sientes tan débil, tan limitado, tan… pequeño.
El grupo va en silencio, cruzando un camino de polvo que se adentra en la ladera. El sol cae con mansedumbre, dorando las piedras y acariciando los rostros. De repente, uno de los apóstoles rompe el silencio con una súplica que te estremece por dentro:
“Señor, auméntanos la fe.”
No sabías que eso era lo que también tú querías decir, hasta que lo escuchaste en voz alta.
Te brota desde dentro: Sí, Señor, aumenta mi fe.
No para mover montañas, no para hacer milagros, sino porque sabes que sin fe, te derrumbas por dentro.
Porque sin fe, el servicio se vuelve obligación.
Porque sin fe, el dolor te endurece.
Porque sin fe, lo cotidiano pierde sentido.
Porque sin fe, no puedes esperar contra toda esperanza.
Jesús se detiene.
Se gira, y te mira.
No con juicio, sino con ternura firme, como si dijera: “Has comprendido. No necesitas traerme tus fuerzas, solo tu deseo.”
Y entonces lo dice:
“Si tuvierais fe como un grano de mostaza…”
Te lo imaginas: esa semilla diminuta en la palma de tu mano, apenas visible. Tan frágil. Pero viva.
Jesús te está diciendo que eso basta.
Una fe así, si es verdadera, puede dar fruto. Puede convertirse en un árbol donde otros encuentren sombra. No para tu gloria, sino para que Dios sea visible a través de ti.
No para que te aplaudan, sino para que otros encuentren consuelo.
Vuelves la vista a tu interior y te das cuenta de que llevas mucho tiempo buscando reconocimiento sin quererlo admitir. Has querido servir… pero esperabas que lo notaran. Has hecho cosas buenas… pero con la secreta esperanza de que alguien lo agradeciera.
Ahora, al oír a Jesús hablar del siervo que sirve sin esperar recompensa, algo dentro de ti se ordena.
Comprendes que servir desde la fe es servir por pura gratitud. Porque todo lo que tienes, lo has recibido. Porque el bien que haces no es tuyo, sino de Dios en ti.
Y en esa conciencia… descansas.
Te brota una oración sin palabras:
“Señor, si vas a hacer algo grande con mi pequeñez, hazlo. Y que nadie sepa que fui yo. Que toda la gloria sea para Ti.”
Caminas un poco más.
Ya no estás inquieto.
Tu paso sigue siendo lento, pero firme.
Porque sabes que tu vida puede dar sombra, siembra, fruto… si tienes fe.
Eres uno de los apóstoles
Estás dentro de ellos. Eres uno de los que ha dejado su vida atrás para seguir a Jesús. Has vivido momentos de asombro: milagros, palabras que estremecen, miradas que penetran el alma. Pero también… momentos de confusión.
Al principio, quizás sin darte cuenta, pensabas que seguirle te traería algo a cambio.
¿Una posición especial en el Reino que anunciaba?
¿Ser parte de algo grande, admirado, celebrado?
¿Ser reconocido como su colaborador más cercano, su amigo fiel?
No era ambición vulgar… pero estaba ahí, sutil, silenciosa.
Una especie de esperanza disfrazada: “Si dejo todo, si me entrego… Dios me recompensará.”
Y cuando ves que Jesús sigue caminando hacia la marginación, hacia el rechazo, hacia el dolor… una parte de ti se tambalea.
Te das cuenta de que amar a Jesús y servirle no garantiza nada de lo que el mundo llama éxito.
Entonces emerge en ti —y en los demás— un deseo más puro, más desnudo, más verdadero.
No pides comprensión.
No pides premio.
Pides fe.
“Señor… auméntanos la fe.”
Porque empiezas a comprender que la fe es el tesoro oculto.
La fe que te permite esperar cuando no hay signos visibles.
La fe que sostiene tu servicio cuando no llega ningún ‘gracias’.
La fe que te ayuda a sembrar sin saber si verás la cosecha.
La fe que te libera de buscar recompensa, porque el simple hecho de servir ya es gracia.
Cuando Jesús habla del grano de mostaza, algo en ti se ilumina.
Ya no tienes que aparentar ser fuerte, ni tenerlo todo claro.
Basta esa semilla.
Pequeña, pero viva.
Y si esa fe echa raíces, otros encontrarán cobijo bajo tus ramas.
Jesús habla entonces del siervo.
Y escucharlo te duele un poco.
Tu corazón, todavía apegado a cierto deseo de reconocimiento, se resiste.
¿De verdad no somos más que siervos? ¿No merecemos un gesto, un aplauso, una mirada especial?
Pero algo más profundo —más hondo que tu ego— te susurra:
“Sí… eso es. Servir sin esperar nada. Hacer el bien, porque Dios ha sido bueno contigo. Dar, porque has recibido. Amar, porque fuiste amado primero.”
Y entonces lo entiendes: la fe no sólo te une a Dios, te une a Su modo de amar.
Un amor que no calcula.
Que no exige retorno.
Que se da hasta el extremo.
Y esa es la verdadera libertad.
Ahora entiendes que seguir a Jesús es dejar de buscar gloria propia, porque todo lo grande que ocurre, ocurre por Él.
Tú solo llevas la vasija de barro.
El agua viva… es Suya.
Y eso no te disminuye: te dignifica.
“Señor… si vas a hacer algo a través de mí, que nadie me vea a mí, sino a Ti.
Que sirva con alegría, aunque nadie lo note.
Que mi vida dé fruto… y yo desaparezca entre las ramas.
Que toda la gloria… sea para Ti.”
Te miras con los demás.
Y sin decir palabra, sabes que todos están en el mismo lugar interior:
Más vacíos de sí… y más llenos de Él.
Desde Jesús
Estás dentro de Jesús.
Caminas rodeado de tus amigos, de aquellos que has elegido uno a uno.
Sabes que son frágiles. Sabes que muchas veces no entienden, que su fe aún es temblorosa…
Pero también sabes que te aman, aunque no sepan amar del todo.
Y eso… basta.
De pronto, escuchas su súplica:
“Señor, auméntanos la fe.”
Esas palabras te conmueven.
Porque no te están pidiendo poder.
Ni explicaciones.
Ni caminos fáciles.
Te están abriendo el corazón.
Te están diciendo: ‘no podemos sin Ti’.
Y eso —esa pobreza verdadera— es tierra fértil.
Es el lugar donde el Reino puede comenzar.
En tu corazón se enciende un fuego suave.
Quisieras que comprendieran que la fe no necesita ser grandiosa, solo auténtica.
Que basta una chispa…
una semilla…
un grano de mostaza.
Sabes que esa semilla, si es real, mueve lo que el mundo cree inamovible.
No porque tenga fuerza propia, sino porque está habitada por Dios.
Y en ese momento, sientes un profundo deseo de liberarlos del peso del mérito.
De esa trampa que dice que el valor está en el resultado, en la recompensa, en el aplauso.
Tú has venido a desinstalar esa lógica.
Porque el amor verdadero no se calcula. Se ofrece. Se da.
Por eso les hablas del siervo.
No con dureza, sino con una claridad que quiere purificar sus intenciones.
Sabes que algunos de ellos, en lo más secreto de su corazón, han soñado con un lugar especial.
Que tal vez esperaban una recompensa por dejarlo todo.
Pero tú no los juzgas por eso.
Tú entiendes sus deseos… y los conduces hacia algo más alto.
Quieres mostrarles que el servicio es la verdadera gloria.
Que no hay mayor dignidad que amar sin esperar retorno.
Que quien sirve por amor está en comunión contigo.
Mientras hablas, sientes que muchos no comprenden del todo.
Pero no te desesperas.
Confías en la semilla.
Tú siembras, con paciencia.
Porque sabes que tu palabra germinará… a su tiempo.
Y así, caminas con ellos, sin exigirles más de lo que pueden dar hoy.
Solo les pides una cosa: que confíen.
Que crean que Dios puede hacer grandes cosas a través de su pequeñez.
Eso es lo que más deseas:
no su perfección, sino su disponibilidad.
No su eficacia, sino su confianza.
“Padre, que ellos entiendan que cuando sirven con fe, cuando dan sin esperar, cuando viven para Ti… ya están viviendo el Reino.
Y que todo lo que hagan —incluso lo oculto, lo invisible, lo no reconocido—
sea para tu gloria, no para la suya.
Porque en eso está la libertad verdadera: en dar todo, sabiendo que todo viene de Ti.”
Tu mirada vuelve sobre ellos con ternura.
No los necesitas perfectos.
Los amas así: incompletos, deseantes, en camino.
Y dentro de ti, se forma esta oración silenciosa:
“Señor, aumenta su fe.
Y cuando no puedan creer, cree Tú por ellos.
Cuando no tengan fuerzas, sé Tú su fuerza.
Que puedan servir sin calcular.
Amar sin poseer.
Vivir sin buscar brillo.
Que den fruto… y sepan que es tuyo.
Que toda la gloria sea para Ti.”
Oración final
Señor Jesús,
he escuchado tu voz.
No como una orden distante, sino como el susurro de alguien que me ama de verdad.
Hoy quiero decirte, desde lo hondo:
“Auméntame la fe.”
No porque quiera ver milagros,
ni para sentirme seguro,
ni para evitar el dolor.
Sino porque sin fe, me pierdo.
Sin fe, no sé servir con alegría.
Sin fe, se me olvida que todo lo que tengo… me ha sido dado para que lo dé.
Señor,
enséñame a vivir como el siervo de tu parábola:
libre de recompensas,
vacío de orgullo,
pero lleno de sentido.
Que lo que haga no lleve mi nombre, sino el tuyo.
Que dé fruto,
pero que sea tu fruto.
Que otros encuentren sombra en mi vida,
pero que tú seas el árbol.
Que no robe tu gloria.
Que no me encierre en mi ego.
Que no me canse de amar en lo pequeño.
Hazme comprender, Señor,
que el mayor milagro no es mover un árbol,
sino vivir cada día en gratuidad,
servir cuando nadie ve,
amar sin esperar.
Dame una fe humilde,
pero viva.
Una fe pequeña,
pero fecunda.
Una fe sin espectáculo,
pero con raíz profunda.
Y si alguna vez me siento tentado de buscar aplausos,
recuérdame con tu mirada,
la de aquel que se ciñó la toalla,
y lavó los pies a los suyos.
Porque ahí, en ese gesto, está tu gloria.
Que yo pueda decir, con paz y sin tristeza:
“Soy tu siervo. Solo he hecho lo que debía.
Todo lo bueno que brote de mí…
que sea para Ti, Señor.
Toda la gloria… es tuya.”
Amén.



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